domingo, 21 de junio de 2015

De la máquina moderna a la fábrica de la infelicidad


De la máquina moderna 
a la fábrica de la infelicidad.

Las tecnologías forman parte de nuestra vida cotidiana. Estamos rodeados de artefactos que no sólo son herramientas para usos diferentes, sino que además producen en nosotros un tipo de existencia en la que, esos artefactos, nos resultan imprescindibles. Alteraciones mínimas como un corte de luz transitorio, un desperfecto en ciertos electrodomésticos o la congestión eventual en las comunicaciones, por ejemplo, son verdaderos acometimientos que detienen el normal desarrollo de nuestra vida diaria. Sin dudas, se trata de un tipo de dependencia que, lejos de ser rechazada por nosotros, es reclamada en la experiencia de todos los días como parte fundamental de nuestro hacer. ¿A partir de qué momento los artefactos técnicos pasaron a ocupar un lugar tan preponderante en nuestras vidas? ¿Podemos pensar el mundo actual sin la presencia de los dispositivos técnicos? La humanidad, desde sus comienzos, ha inventado objetos técnicos con el fin de facilitar sus tareas: la rueda, el cuchillo o las vasijas de barro, por ejemplo, tienen una existencia milenaria y formaban parte de la vida colectiva de las sociedades antiguas. Sin embargo, el nivel de dependencia de tecnología, puesto de manifiesto en nuestras sociedades actuales en todos los campos y en cada de una de las prácticas, parece no tener límites y es cada vez más reticular.
La hipótesis que vamos a trabajar a lo largo de esta clase es que el despliegue y la extensión de la técnica en las sociedades contemporáneas ha producido una trasformación tanto en la vida personal como en las prácticas colectivas; que ya no es posible pensar a la técnica como una opción que podemos elegir, sino como la forma actual de habitar el mundo. Parece una visión apocalíptica y quizás a algunos puedan resultarles una expresión exagerada. Pero es suficiente con hacer un mínimo rastreo de la vida cotidiana para tomar conciencia de hasta qué modo estamos implicados y envueltos por el dispositivo técnico. ¿Podríamos prescindir de ellos? Desde la perspectiva abordada en estas clases, esta pregunta no tiene sentido de ser formulada. Prescindir de la técnica ya no es una opción: la ética social, la economía, la construcción de nuestra propia subjetividad o el cuidado y la salud de nuestro cuerpo son algunos aspectos en los que la técnica interviene sin posibilidad de elección.

¿De dónde procede esta generalización de la técnica en nuestras vidas? ¿Cuál es su raíz histórica y a partir de cuándo podemos afirmar que la técnica es nuestro ambiente?

La propuesta para esta clase es analizar los efectos de dos dispositivos técnicos específicos en la conformación del imaginario colectivo: el producido en la modernidad, a través del surgimiento del reloj mecánico; y el propio de nuestra época actual, con la aplicación de la tecnología digital como matriz de la máquina contemporánea.

¿Qué derivaciones tienen sobre nuestras prácticas el pasaje de lo mecánico a lo digital y cuáles son los efectos en la vida cotidiana?

La regularidad del reloj mecánico moderno y la extensión de los dispositivos digitales actuales son las referencias técnicas que nos van a permitir analizar, a través de las máquinas, la conclusión de una época y el comienzo de otra.

La máquina moderna.

Lewis Munford, describe en su libro Técnica y civilización, los distintos aspectos que sirvieron de preparación para la emergencia del mundo técnico moderno. Plantea que hay una modificación en las bases culturales y materiales de Occidente, un cambio en el espíritu de la época,  en el cual la mecanización, la regularidad y la sistematización se extienden como principios organizadores de toda la existencia. Se trata, dice, “de adaptar el modo de vivir al ritmo y capacidad de la máquina”. La mecánica moderna reemplaza entonces a la manipulación de las herramientas y la máquina se impone por encima de las prácticas artesanales. Por esta razón, por este entramado que inscribe una nueva dirección para el sentido de la vida, Munfrod encuentra, no en la máquina a vapor, sino en el surgimiento del reloj mecánico el dispositivo técnico propio del mundo moderno. Del mismo modo en cómo están sincronizadas las agujas del reloj, así lo están las acciones de los hombres: todo se somete a la regularidad de las horas, desde los horarios en el trabajo a la celebración de los oficios religiosos. Nada queda por fuera del modelo mecánico que impone el reloj; por ello va a ser su tiempo abstracto –medido en minutos, segundos y horas– aquel que regule el ritmo de las acciones cotidianas: los momentos de las comidas o del sueño, por ejemplo, están ajustados a la uniformidad derivada de la máquina y ya no a los requerimientos del cuerpo. Esto produjo, según Munford, una disociación de los acontecimientos humanos: ya no va a ser el tiempo orgánico el que regule las prácticas, sino un tiempo abstracto e independiente. Por lo tanto, aquello que suponíamos como un mero carácter instrumental, tiene efectos más allá de su uso. El reloj no es meramente una máquina inserta en medio de las actividades del hombre, sino un modo de existir, una cierta forma de ordenar las acciones humanas en torno a la mecanización y sistematización de las prácticas y los pensamientos.


Así, el surgimiento del capitalismo supone, en este sentido, la emergencia de nuevos hábitos vinculados a la abstracción y el cálculo, relativos estos conceptos al modo de funcionamiento del reloj mecánico. La economía monetaria, a la vez de brindar la posibilidad de una acumulación sin límites (el dinero puede ser transportado, a diferencia de la tierra), conjuga en una misma ecuación tiempo, dinero y poder: “el tiempo es dinero y el dinero es poder”, afirma Munford como una sentencia que describe la génesis del capitalismo.

Del mismo modo la ciencia moderna va a delimitar un modo de conocimiento de la naturaleza en el que se suprime cualquier forma de animismo para reemplazarlo por el imperio de lo mecánico. Es el pasaje de la alquimia a la química, de la astrología a la astronomía y de la verdad religiosa a la verdad objetiva y neutral. La naturaleza deja de ser una expresión divina para ser “escrita con caracteres matemáticos”, en la descripción de Galileo Galilei.
Del mismo modo en el campo de las artes plásticas, con la irrupción de la perspectiva; o de la música, ordenada en una partitura con signos abstractos y expresada en una polifonía armónica que requiere de la precisión de un reloj; o en el saber enciclopédico, donde el mundo entero ingresa en una ordenación alfabética de conceptos que permiten describir, de manera abstracta y regular, todo lo existente.
Los procesos de la vida serán organizados, entonces, a partir de un orden mensurable y regular: todo puede ser medido, cuantificado, sometido a un principio de precisión como patrón de análisis. No sólo como una forma de comprender al mundo y la naturaleza, sino que esta comprensión se extiende a la forma que el hombre tiene de pensarse a sí mismo: “Soy una máquina que piensa”, afirma René Descartes a mediados del siglo XVII.
Es el reemplazo de la cualidad por la cantidad, de un mundo orgánico por otro abstracto e inorgánico; la naturaleza se vuelve objeto y el hombre tan objeto como todo aquello que lo rodea.
Hagamos un alto en el recorrido de la clase, para reflexionar lo que venimos diciendo. Les proponemos este video como disparador de esas reflexiones:



Esto es, todo es medible, cuantificable; todo se puede contar: en grados, en kilómetros, en gramos. Incluso el alma, se anuncia cada tanto, tiene un cierto peso. El coeficiente intelectual, la distancia del sol, el saber de un alumno, la actividad enzimática del organismo, cada una de las prácticas lleva la posibilidad de ser medida.  El mundo de los números se nos impone en la comprensión de todo lo que es. Y con ello, la necesidad de encontrar parámetros de normalidad para el funcionamiento mecánico de cada fragmento del universo: cantidad de alcohol en sangre para manejar, cantidad de agua que necesita una planta para vivir, cantidad de horas semanales o de días de escuela necesarias para la educación. Lo normal supone una cierta regularidad en los índices numéricos y la posibilidad del cálculo, esto es, la capacidad de prever, de anticipar aquello que va a acontecer.
La ciencia moderna y cada una de las disciplinas surgidas bajo su influjo pretenden explicar los eventos ocurridos y a la vez predecir aquello que va a suceder bajo la idea de un cálculo razonable. Es decir, no hay azar sino necesidad, un orden mecánico previamente definido, regular, siempre el mismo. Aquello que queda por fuera es considerado anormal (y todas sus expresiones derivadas: paranormal, subnormal, etc.) y por fuera de la racionalidad técnica.

Podemos reconocernos en estos enunciados, podemos  palpar en ellos un modo de vida y de pensamiento que se ordena bajo estos parámetros, sin importar demasiado cuál sea la práctica que llevemos adelante. Estas formas de la modernidad (medición, cálculo, normal/anormal, regularidad, etc.), naturalizadas como el verdadero modo de ser de las cosas, están inscriptas en nosotros. Lejos de reconocerlas como el efecto de las condiciones históricas y culturales que le dieron origen, suponemos que es la descripción exacta de la realidad. La única descripción posible. Sin embargo, a pesar de la confianza que tenemos en este orden de las cosas, a pasar de estapantometría donde todo tiene una medida, nuestro presente, tal vez como nunca antes en la historia de la humanidad, nos desconcierta.



Desde la organización del trabajo, elaborada bajo los parámetros de la fábrica fordista, hasta la construcción de la subjetividad personal, la regularidad, la cuantificación y el cálculo eran los modos de ordenamiento de las prácticas. Por ello el reloj mecánico era, a los ojos de Mumford, la máquina propia de la modernidad. Sin embargo, el pasaje de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control supone una modificación en la que ya no son prioritarias las instituciones de encierro ni tampoco la vigilancia como procedimientos de intervención regular sobre los cuerpos. En términos de Julio Cortázar, si regalar un reloj era a la vez regalar obligaciones, la sociedad contemporánea parece requerir de otras máquinas en la que el trabajo y la construcción de la subjetividad actual se conjuguen en un mismo acto. Es el pasaje del mundo mecánico al mundo digital, de la sociedad con máquinas a la máquina social. Entonces aquello que se presentaba como una economía de la productividad, ordenada por un tiempo regular y previsible, pasa a ser una economía de la información hecha de pantallas y terminales virtuales permanentes. El reloj ya no está en las muñecas sino que ha quedado subordinado al imperio de otras máquinas aún más eficaces.

La máquina de la infelicidad.

Si el reloj mecánico fue, durante cientos de años, la máquina dominante que integraba a la sociedad bajo la regularidad de sus diferentes prácticas, el surgimiento y extensión contemporánea de la tecnología digital inaugura un nuevo entramado.  La digitalización de las maquinarias y la informatización de los procesos de producción llevan a una transformación que hace que todo acontecimiento material puede ser sustituido por información. Todo es elaboración e intercambio de informaciones; los recursos se multiplican y los dispositivos tecnológicos, a la vez que reducen su tamaño, incrementan sus posibilidades de transferir información.  Y si bien podemos pensar que el mundo de la técnica digital es una sucesión de la mecánica moderna, los efectos en las prácticas son muy diferentes. En particular en dos aspectos que se combinan en la construcción de la subjetividad contemporánea de un modo novedoso: el trabajo, antes una instancia de alienación, ahora alberga una promesa de felicidad para la vida personal.

El filósofo Franco Berardi realiza un análisis de este proceso al que denomina “ideología virtual de la sociedad contemporánea”. En su libro La fábrica de la infelicidad, escrito a lo largo del año 2000, afirma el surgimiento de un nuevo modelo económico en el que se impone una nueva modalidad de producción, acompañado por una ideología que hace que los sujetos se muevan voluntariamente “a invertir y a dedicar las energías al esfuerzo económico”. Sobre una promesa de felicidad personal brindada por el crecimiento económico, el sujeto actual tiende a considerar el trabajo como la parte más esencial de sus vidas, la más singular y la más personalizada (a diferencia del obrero industrial, donde las 8 horas era una suspensión de sí mismo de la que se despertaba con la sirena del fin de la jornada). El trabajador se entrega plenamente a estos nuevos dispositivos: su capacidad innovadora, su creatividad, su tiempo en los momentos libres; la competencia no se detiene y el deseo de éxito invade también los momentos de esparcimiento y distracción. El trabajo es explotación pero también, y fundamentalmente, una instancia de desarrollo personal. ¿Cómo se explica esta conversión de los trabajadores, de la desafección al trabajo de la etapa fordista a esta adhesión sin límites? Para Berardi hay un desplazamiento, un cambio del centro de gravedad: del trabajo obrero al trabajo cognitivo. A esta nueva fuerza laboral la denomina “cognitariado”.


“Cuanto más tiempo dedicamos a la adquisición de medios para poder consumir, menos tiempo nos queda para gozar del mundo disponible. Invertir más en el poder adquisitivo es invertir menos en el goce. Por ello la expansión de la esfera económica coincide con una reducción de la esfera erótica […] La riqueza no es ya el goce del tiempo de las cosas, de los cuerpos, de los signos, sino producción acelerada y expansiva de su carencia, transformada en valor de cambio, transformada en ansia.”

En este nuevo esquema de una promesa de felicidad posible, la jornada laboral no tiene horarios y se prolonga indefinidamente. Esto hace que la energía deseante aplicada anteriormente a la vida cotidiana y al esparcimiento, ahora se invierta en una individualidad que se despliega sólo en aquello que es productivo.  Porque es el mundo laboral “el único lugar de confirmación narcisista para una individualidad acostumbrada a concebir al otro según las reglas de competencia”. La ideología de la nueva economía está centrada en una creencia transitiva: la afección al trabajo se traduce en dinero y el dinero es la fuente de la felicidad. Su mecánica anterior, regular y sincronizada como un reloj, deviene en producción y consumo de conocimiento, necesarios para el intercambio en la red.  Esto implica otra forma de trabajo, vinculada al despliegue de la propia subjetividad e inserta en un entramado de máquinas digitales a la que Berardi denomina Infoesfera; junto con ella, y de un modo complementario, el surgimiento de una ideología que ofrece la felicidad individual sólo de un modo económico. Esto es, la construcción de una subjetividad mercantilizada.


Sobre esta perspectiva del fin del fordismo como modo de producción, lo que transita en la máquina contemporánea es una sola cosa: información.  En este entramado, la memoria de la red es la memoria de la humanidad. Entonces, es un cerebro colectivo y virtual el que estimula a tiempo real al pobre cerebro humano. Hay una enorme aceleración de los estímulos y el cerebro no resiste. ¿Por qué? Porque en la producción de información, el universo de los productores no se corresponde con el de los receptores; es mayor la cantidad de información emitida que la capacidad del cerebro humano para poder procesarla: “La emisión ha multiplicado su potencia, los receptores no han evolucionado del mismo modo que la red”. En este esquema, los individuos no están en condiciones de elaborar conscientemente toda la información que reciben por los distintos modos de comunicación. Esto produce un tipo de dislexia, una incapacidad de leer una página de principio a fin. Se habla de una economía de la atención porque la facultad cognitiva es un recurso escaso. No tenemos el tiempo necesario, no prestamos atención gratuitamente, no hay tiempo para el amor, la ternura, el placer. La atención la dedicamos sólo a la carrera personal, a la competencia, a la decisión económica.   
Este desfasaje lleva necesariamente a una saturación y con ello a la posibilidad de la depresión o del ataque de pánico como la manifestación individual de una patología social. Si el mundo de la infoesfera es aceleración, competencia, una felicidad prometida y una capacidad limitada del cerebro humano, el efecto sobre el cuerpo es, o bien el colapso producto de esta sobrecarga (ataque de pánico) o bien el descuelgue del cuerpo del infinito flujo de la comunicación (depresión). 
A pesar de estas patologías, es importante comprender que esta nueva economía se sostiene sobre una promesa de felicidad individual y de éxito asegurado que es la condición de la identidad pos capitalista. Hay quienes se bajan, porque no pueden; hay otros que, debido a la excitación informática, quedan saturados; hay angustia, sensación de soledad, uso de psicofármacos, estrés y poco tiempo disponible para la afectividad. Sin embargo, el sistema se ordena en torno a la promesa de felicidad que recorre la cultura de masas y que tiene en la publicidad y en la economía su modo de propagación y afincamiento. Surge entonces una nueva subjetividad, en la que la energía deseante está situada en el juego competitivo propio de esta nueva economía; una competencia sin límites sostenida en la idea de que el libre juego del mercado crea el máximo de felicidad posible para toda la humanidad.  Mientras la publicidad ofrece modelos imaginarios de felicidad, la lucha por alcanzar ese ideal se libra en todos los campos. Afirma Berardi: “El discurso público se funda sobre la idea de que ser feliz hoy no es sólo posible sino también una obligación”.
Entonces: ¿felicidad o infelicidad? La posición de Berardi respecto del trabajo en la sociedad de la información parece inundarnos de escepticismo. Lejos de esto, su propuesta es descriptiva de una realidad que parece imponerse en la construcción de la subjetividad contemporánea. Su anuncio más explícito gira en torno a mostrar las contradicciones entre esta ideología felicista, de promesa de una felicidad asegurada, y las patologías que surgen en esta fase del capitalismo cognitivo. Por ello el título de su libro anuncia la infelicidad que produce las máquinas digitales actuales. “Esta es la paradoja –afirma–: que el capital necesita de las energías mentales y son estas las que se están destruyendo”.  Esta modificación estructural del mundo del trabajo descripta en buena parte de sus ensayos, lo conduce a pensar en las mutaciones del capitalismo y, con ello, en una nueva concepción de la autonomía humana. Descartando cualquier procedimiento que intente reponer viejas posiciones políticas, Berardi sostiene que es a partir de la realidad imperante desde donde es posible trazar nuevos recorridos para una vida mejor: “Solo sirve crear dispositivos de atracción, dispositivos para la desactivación del principio económico: ondas de relajamiento de la presión competitiva y de reconfiguración de la percepción colectiva de la riqueza. Es necesario repensar la riqueza como goce del tiempo y no como pulsión adquisitiva”1.
La apropiación del tiempo como una instancia para el goce personal, el recuperar un espacio donde la vida íntima no quede cooptado por el tiempo del trabajo, aparecen como el desafío principal para la conquista de la autonomía humana en la sociedad contemporánea.

A modo de cierre.

Estamos inmersos en un mundo donde la técnica es mucho más que un instrumento al servicio del hombre; es una forma de habitar el mundo, no una elección sino un ambiente, nuestro ambiente, ineludible. El reloj mecánico es una suerte de gozne en torno al cual se edifican prácticas, pensamientos, acciones, modos de ver y de decir. Por su parte, la tecnología digital tiene aún un recorrido más profundo, más intenso, en tanto emplaza al hombre a una experiencia íntima en la que se componen el trabajo y un ideal de felicidad posible. Lo virtual adquiere dimensiones biológicas cuando la empresa digital funciona como un sistema nervioso artificial, al que Bily Gates llama “empresa a velocidad del pensamiento”. El ideal de este modelo es que el cerebro de cada individuo forme parte de la máquina, como una suerte de interfase sin cableados. 
La pregunta que podemos formularnos es si en la actualidad pensamos y actuamos bajo los parámetros del reloj mecánico o estamos expuestos a la velocidad y a la aceleración de la tecnología digital.  La misma pregunta podemos formularnos en relación a las ciencias sociales y a su didáctica: ¿es posible eludir de su análisis los efectos de los nuevos procedimientos tecnológicos? ¿Podemos seguir utilizando los viejos esquemas de pensamiento para la comprensión de esta era digital?

Profesora Paola Coustau.

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